BUSQUEDAS TAURINAS

Búsqueda personalizada

viernes, 6 de junio de 2008

JOSÉ TOMÁS:MADRID 5 JUNIO 2008

WWW.ABC.ES

A LAS PUERTAS DEL CIELO


De día y noche, durante seis años, José Tomás soñó con una mirada. Vivía para ello. Llegó a las 18:38 en una atardecida lorquiana de arabesco y oro. El monovolumen azul marino que le trasladó del Palace a las Ventas aparcó a dos metros de la Puerta de Caballerías. A las 21:31 de la noche José Tomas salía en olor de multitudes, a hombros, por la Puerta Grande de la Catedral, la gloria mudéjar, la entrada al cielo. Los gritos de «¡torero! ¡torero! ¡torero!» se confundían con los flashes de los aficionados que descargaban sus móviles en el gladiador. No habló. En sus labios se dibujó una sonrisa de agradecimiento eterno.
Horas antes un silencio poético cubría como un manto el patio de cuadrillas a la espera de la llegada del legado de Galapagar. Cuando se atisba el coche de Tomás la Policía separa las aguas del mar rojo de admiradores —como Charlton Heston en «Los diez mandamientos»—, y protege al torero de la explosión de sus letraheridos, que le pedigueñeaban una dedicatoria, una firma, un consuelo, una palabra, una caricia. La Fuerza Pública le custodia. José Tomás cruza el Rubicón de Caballerías con la cara de-sencajada. No entra en la capilla, pasa a un metro de nosotros, y gira a la derecha, camino de las Caballerizas, para saludar a picadores y subalternos. No había dormido siesta, salió a pasear y se tumbó sobre la cama antes de vestirse de luces de bohemia. La balconada mudéjar, poblada de miradas. El matador en silencio. «¡Maestro! ¡guapo!, ¡torero! ¡suerte!» le lanzan besos desesperados su mesnada de fieles. La tarde es plomiza. Con el rostro pálido, Tomás se fotografía con dos admiradores y enfila la Puerta de Caballos. De ahí a la apoteosis.
«¡Me has arrancado mi corazón y ahora lo tengo en un puño, José!», le grita una aficionada. «¡Hoy me gustas más que ayer, Tomás!», le susurra otra, rendida a su mirada. «¡Torero! ¡Torero! ¡Torero!» se desgañitan las 25.000 almas de la Catedral del toreo, mientras José Tomás se refresca con un buchecito de agua, y seca su frente. Cuando el diestro finiquita a su segundo el gentío abandona raudo sus posiciones para acordonar la Puerta Grande de las Ventas. La Policía vuelve a separar las aguas de apasionados. La riada humana nos dirige a ese océano de letanía tomista. Pasa un minuto de las nueve y media cuando Tomás es sacado a hombros por los costaleros. La gente quiere tocar a su mesías, y casi provoca su caída. Lo levantan en volandas y lo vuelven a elevar al cielo. Tomás deja que un niño se acerque a él y le roce. La procesión desemboca en el monovolumen. Tras los cristales tintados, Tomás mira la arena por la rendija de esa puerta mudéjar: allí ve la sangre de los ojos de toro, unos acais en los que perdurará su esencia. Él siempre miraba a los ojos del toro, de día y de noche. Al arrancar su coche José Tomás habría de recordar la tarde en que su abuelo Celestino le llevó a conocer el calor de Las Ventas. Tendría diez u once años. Vio muchas faenas, y le gustaba el fútbol. Las banderillas de la apoteosis de ayer eran rojiblancas. Pero su abuelo quería que fuese ¡torero! ¡torero! ¡torero!...