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martes, 10 de junio de 2008

Por Barbeito, José Tomás el Mito y el Hombre


José Tomás. El mito y el hombre
POR ANTONIO GARCÍA BARBEITO

Todos los caminos llevaban a Las Ventas. La tonsura urbana que se levanta en el descampado donde han de ir a confirmar su torería los diestros, era el kilómetro cero y la última estación. Ni había otro lugar de citas ni había otro nombre que el de él. «¿Y quiénes son los otros dos?», preguntaba la gente: «…Pues…, no sé». Ha sido la única vez que he visto que una tarde quepa en una plaza de toros: todo estaba allí. Y algo seguro en todos: o se forma la locura o le matamos la paloma de la chistera. La tarde se llamaba Madrid. Y se llamaba reencuentro, y se llamaba ganas de ver de los ciegos, y ganas de andar de los tullidos, y también se llamaba envidia, y también se llamaba sangre, y también se llamaba gañafón de pitón que acaba con la historia.
La tarde, cárdena de nubes y dudosa de chaparrones, aconsejaba ir vestido de primavera pero con el paraguas o el impermeable a mano, por si acaso. Por previsión y por no confiar del todo en un sol que en junio se supone hegemónico pero que a lo mejor se raja en el tercio de la tormenta. Precaución. Hubo, no obstante, quien, quizá para no tentar al tiempo, se fue en camisa; y quien, seguro de que llovería, se vistió de agua. Eso era visible por fuera… y se suponía por dentro, que el ánimo aficionado también eligió para ir el jueves a Las Ventas dos «vestidos», que los había vestidos de Tomás sin condiciones y los había vestidos de dispuesto para saltar de espontáneo a señalarle el truco al mago. Había, pues, dos maneras de entender el tiempo y dos maneras de entender a Tomás. En quienes confiaron en que la tarde no se estropearía, camisas; en los desconfiados, paraguas. Así estaban los tendidos. Y en un lado de las ideas, el ole haciéndose; en el otro, la censura que ya se trae hecha para servirla entre silbidos de revés.
Venía del cuarto de los espejos
Era para haber vestido a la plaza con los colores de los entregados y de los incrédulos, y nos hubiera quedado un aforo dividido, mucho más marcado que el del sol y la sombra. La tarde, que todo su azul lo tenía en el uniforme de la Policía y en los impecables trajes de los escoltas del Rey, arriba era gris, un gris que a veces tiraba a celeste y otras amagaba con irse a negro. Venía Tomás del cuarto de los espejos donde su imagen se multiplica en cien ángulos, de torear toritos de aire con la lentitud de una ola cansada, de sentirse, de aprenderse, de mirarse, de verse antes de que lo vean. Rodeado de espejos como si se rodeara de ojos, de todos los ojos, los que están con él y los que lo miran como se pincha un muñeco de brujería. Venía Tomás del túnel de los espejos, esos espejos donde se han quedado las crónicas de tantos sueños toreros, que hay faenas inmortales que duermen para siempre en los pliegues de agua de un espejo de hotel y se apulgararon como las esquinas donde el azogue del tiempo melló la imagen. Venía, azul pavo y oro, dispuesto a ser gallo que dejara en las veletas el quiquiriquí superior de su nuevo amanecer. Hizo el paseíllo como quien no quiere molestar la arena, un pasito leve, corto, pasito de niño tímido que va a tomar la primera comunión. Menudo y sin alardes, cuasi queriéndose quedar invisible para todos, como no queriendo salir de sus íntimos espejos. En la calle, famosos y cámaras, micrófonos y palabras. Él, ni una declaración, ni una frase que vaya con él, subalterna, al callejón. Arriba, el reloj y el cielo; asomados al callejón, el Rey y su hija la Infanta Doña Elena. Esperando turno en el 8, un republicano que se ajusta la montera como la corona de los parias —aunque una tarde suya pueda abrir un banco—, un muchacho que vino de testigo a una confirmación para acabar dejando a todos de testigos de lo increíble.
El hombre crea un personaje
El hombre ha labrado el mito. «Como no te lo creas, no llegas», le dijo un viejo matador a un chaval que empezaba a poner andares de novillero. El hombre se supo capaz de crear por encima de él un personaje. Sabe Tomás que aquí vende mucho el misterio, sabe que el buen paño, en el arca se vende. Sombra, misterio, amistad con los poetas y ni una entrevista. Soltero que siembra de preguntas la curiosidad de la gente, y un muchacho al que hay que ver haciendo el paseíllo para verlo. Y ahí, en el paseíllo, ya no es un muchacho más, ya no es un torero más: es el mito que ha tenido la condescendencia de dejarse ver. Lo que pasa es que después hay que demostrarlo, si se quiere la comunión general de aficionados. Y Tomás ha sabido hacerse mito en su retiro. Lo habíamos visto, años atrás, cuando las lentejuelas de su vestido cerraban los ojos al ver venir los cuernos tan cerca. Lo habíamos visto citar de lejos, con la muleta firme como una tabla, a puntas que le sacan hebras al viento, y pasárselas por la entrepierna como si fuera el jaboncillo de un sastre. Pero todavía no había construido el mito. El hombre tomó la senda de los pocos sabios que en el mundo del toro han sido y se le puso cara de cartujo que va a cambiar las luces por el hábito. El retiro fue como un trance, un largo trance en el que habrá matado no sé cuántos toros, en el que habrá abierto no sé cuántas puertas grandes, pero, sobre todo, el retiro de este muchacho fue para modelar el mito. El tango de la calle susurra aproximaciones, que si dicen que va a volver, que si dicen que se va a casar, que si dicen que nunca más se volverá a vestir de torero… Y empieza el viento a trabajar las formas del mito. Nada más grande que el misterio, para empezar a creer. En su retiro, se hablaba de Tomás como de algunas apariciones en los descampados de las ciudades y los pueblos. Dicen que han visto, dicen que le han hablado, dicen que ha sentido, dicen que se le aparece… El hombre supo guardar ayuna de triunfos, de dineros y de fama porque sabía que el día que volviera a aparecer por la escena, sería distinto, si él era capaz de no menoscabar la invisibilidad del mito, si era capaz de mantenerse adorado en el fanal de un soneto o ante la mariposa de esperanza de aficionados que guardaban memoria de una tarde, unos cuernos, una faja de seda verde que puede convertirse en sudario en cualquier momento.
El mito ha vuelto. Trae con él, dentro, al hombre, a su creador. Silencio, prudencia, ni una palabra, ni un gesto común, ni micrófonos ni cámaras, ni páginas de revistas, ni declaraciones rimbombantes, ni dejarse ver y tocar como si fuera carne mortal. Hay que mantener vivo el mito. Y el mito, sin aparecer, amontona millones en cada firma que nadie ve, revienta los aforos y enciende los tendidos, revuelve la afición y hace viajar a España allí donde él señala. Arrastra. En Madrid había una síntesis de España. Habían venido de todas partes, como iban a los sitios de apariciones los creyentes. Tomás es la imagen de la nueva aparición, y, como ocurrió con otros, hay quien es capaz de pagar por verlo andar.
Sabía el mito que la gente estaba esperándole. Y, sobre todo, sabía que unos lo esperaban con alas de paloma y otros con garras de león. Pero todos lo esperaban. Para pedirle que obrara un milagro o para pedir su crucifixión, pero allí estaban todos. Esperando. Tarde de esperas, como le esperará siempre. Silencio. El viento le vino contrario. Y el cielo. Parecía que manos dispuestas a romper su credo habían traído desde la mentira la lona de la carpa de un circo de provincias para sacrificar en la pista al hombre que mete la cabeza en la boca del león.
Juraron bandera tomasista
Levantó el ala de franela y en la muleta de sus estatuarios juraron bandera tomasista todas las embestidas del toro. Aquí hay que tragar. No salió el hombre que mete la cabeza en la boca del león, salió el torero único, vestido de mito, a jugarse las carnes de verdad, a ofrecer un paisaje de venas a la puñalada previsible de un toro. ¿Que si eso es arrimarse? Los pies juntos en la arena, y para aliñar faena, cuatro quites sin quitarse.
Ya todo fue mito. Ni aspavientos ni gritos. Todo despacio, medido, aparentemente frío. Como los mitos. Un mito no puede parecerse a los mortales ni en la forma de comer. Distinto, en todo. Y sin que se televise: que vayan por ahí las voces contando la faena, que quede en la memoria y la leyenda vaya de unos a otros como las historias de los lienzos de cordel. El mito en todo, incluso al volverse tras el permiso al presidente, que lo hizo girando al lado contrario de donde estaba el Rey, como el estudiado desdén a la Monarquía de quien amontona una república de misterios millonarios. Brindis a la plaza, para convertir el aforo en la espiral precipitada del agua que, ruidosa, se enreda en el remolino de la poza. La locura ya estaba escribiéndose, por él y por quienes, sin saberlo, ayudan a escribirla.
Ante el toro estaba el hombre
Pero si es cierto que en el ruedo estaba el mito, ante el toro estaba el hombre, el torero. Y al torero lo vimos meterse entre las pitas de sus toros como quien corta rosas. Cites de frente, citando más con las venas que con la muleta, una muleta que tenía que torear dos toros a la vez, que el viento iba por delante de la embestida del toro, y Tomás bajó las manos como si firmara autógrafos en la arena. Series de seis, siete muletazos, lecciones con las que un toro aprende anatomía y, si decide, se cuelga en sus perchas el esqueleto del más pintado.
Un mito, sí, pero todo fue verdad: vieron los ciegos y volvieron a caminar los tullidos, y bastó el gestual exorcismo de su toreo para que los demonios salieran huyendo por la boca de Las Ventas. Se apareció. Yo lo vi. Y era él, el hombre; y quedó él, el mito. Valió la pena el retiro. Le ha salido la obra perfecta. Es el dueño de los ruedos, del toreo. Tiene un Cossío en cada mano. Y se la juega. Y gana. Y sigue dividiendo. Unos lo ven y otros no quieren verlo. Y las crónicas susurran: «Tomás… y aprended todos de él…»