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jueves, 18 de septiembre de 2008

A DIOS PONGO POR TESTIGO


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A dios pongo por testigo. Y dios, en minúscula pero con todas sus consonantes; un dios masculino y singular, de carne mortal y trazado inmortal, descendió de su paraíso profano a La Glorieta, donde un torero nuevo vestido de comunión lo puso por testigo.
Como una procesión de Corpus, blanco y plata, precioso, era el vestido del toricantano. Blanco como una página por escribir, aunque le falló la caligrafía. Acusó quizá el exceso de equipaje en la recámara de la tinta, los enormes caracteres de los dos nombres que enmarcaban el suyo. Que dios es dios, aunque sea con minúscula.

Además dios, que ayer bendijo con la izquierda, no vino solo. La maestría, que debería escribir en mayúsculas, se enfundó en el verde de una botella que nunca naufraga, que siempre llega a la orilla para destapar en su vientre oscuro las normas del toreo antiguo.

El Fundi, qué torerazo. Vestido de botella espumosa, esparció la alegría del toreo caro igual que se derrama el cava por el vidrio en el vuelo de la celebración. Escribió sobre una pizarra de albero dos lecciones magistrales. La primera, erigida sobre la nada, la rubricó con un pulso a cara de perro con el manso. O te mato, o me matas. En la puerta de chiqueros. Con dos pelés.

Después, dios descendió a lo terreno, o los tendidos subieron al más allá del más allá si es que existe.

Quien diga que José Tomás no sabe torear es bobo. Bobo sin paliativos. Aunque bien mirado José Tomás no sabe torear porque lo suyo es otra cosa. José Tomás es una religión en sí mismo, la peregrinación de los aficionados, que volverían a sus casas tejiendo rosarios de luces rojas por las carreteras de España.

Es la ofrenda de las entrañas, el dios de un cielo vertical sin sindicatos, porque no quedan obreros de lo imposible que profesen las verdades. Yo creo en su reino circular, en el dogma de sus muslos y sus riñones.

Ayer metió en danza al tiempo y lo atrapó en su capote, por mucho que los del Pilar sí quisieran ser franceses. Y toreró con la tripa, ofreciendo el ombligo como epicentro del mundo. Desparramó milagros con la izquierda y su faena supo a menta (gracias, Víctor) y a pan recién horneado de bollo preñao, por el mandamiento de la caridad de un vecino de apreturas.

Yo creo en su catecismo y en su misterio. A Dios, con mayúsculas, pongo por testigo.